Escuchando una entrevista al escritor Pedro Mairal en el podcast Hotel Jorge Juan, hablaban de esas fiestas que acaban en la cocina. Conozco esas fiestas. Aquellas en las que se termina con los hielos derretidos de un gintonic hablando entre fogones. La cocina se convierte en un aparte, una especie de confesionario improvisado en el que puedes encontrar a varios grupos charlando. Un sitio donde huir de la música alta y en el que algún amigo suele presentarte a otras personas de la fiesta.
Las cocinas son sitios que parecen de paso pero no lo son. Dice Javier Aznar, el presentador del podcast, que en la cocina era donde, de pequeño, daba las malas noticias a sus padres. Donde estudiaba cuando quería concentrarse, donde se hablaban las cosas realmente importantes. Y responde Mairal que quizá hay algo atávico en juntarse a contar historias donde está el fuego.
Decía el escritor Sergi Pàmies, en una entrevista que leí hace tiempo, que la cocina tiene el poder de lo cotidiano. Porque aunque estés teniendo una conversación trascendente, el sonido del tenedor batiendo un huevo en un plato que proviene de la cocina del vecino le quita hierro a casi todo. Pueden estar dejándote en la cocina y sentir cierta paz escuchando el sonido del motor de la nevera. Las cocinas tienen algo familiar implícito. Las cocinas son una parte imprescindible de aquello que construimos dentro de las casas a lo que llamamos hogar.
Por eso es muy significativo de los tiempos que vivimos que las cocinas cada vez sean más pequeñas. Tenemos tanta prisa que ya no creamos ni los espacios donde puedan pasar las cosas. Queremos grandes salones, terrazas o varias habitaciones, pero ya casi no reparamos en la cocina. En la mayoría de las de ahora ya no cabe aquella mesa blanca para comer en familia. Porque comer en la cocina es comer en familia de verdad.
Reivindiquemos las cocinas como centros neurálgicos de la casas. Démosles otra vez el lugar que merecen en nuestras vidas y no dejemos que un sofá cómodo nos robe esa maravillosa sensación de conversar de pie, apoyado en la encimera, mientras vemos nuestro reflejo en el microondas. Recuperemos las cocinas, no las dejemos morir. Si vas a anunciar algo importante, hazlo de espaldas mientras cortas un poco de queso, si tienes que dar una mala noticia que sea abriendo un armario y cogiendo un plato. Si de verdad quieres a alguien, díselo en la cocina.
Uff... tengo tanto que decir de las cocinas, sin duda mi lugar favorita de la casa de mi madre porque ahí gesté todas mis ahora hermanas de vida que en su momento eras las amigas que saliamos de fiesta y terminabamos llegando a la cocina a ver que atacabamos de comer para quitarnos un poco la borrachera jejeje en Venezuela.
Actualmente vivo en las afueras de Barcelona donde tengo una cocina con esa mesa blanca donde comemos el desayuno en familia y hablamos de lo que pasará en el día. Amo las cocinas y no debemos dejarlas morir ;-)
Que gran post, como siempre removiendo emociones...
Totalmente de acuerdo. En las casas de al aldea se vive en la cocina. Yo estudiaba y leía y jugaba en la cocina. Las visitas entran a la cocina, no al salón. En Madrid la cocina es larga y estrecha, pero cabe la mítica mesa plegable de IKEA que sirve para acoger a una familia de tres o de cuatro. Quizá más. Porque los metros cuadrados no dan la felicidad. La cocina es para vivirla sea del tamaño que sea.