Es lunes, son las siete de la tarde y esta mañana, sobre las doce y media, ha habido un apagón de luz y de internet y todavía no ha vuelto nada. Lo único que sé a estas horas es lo que se escucha en la calle o en la cola del bazar chino, donde he tenido que esperar más de una hora para comprar pilas y una linterna. Dicen que el apagón no ha sido solo en Barcelona, sino que ha afectado a toda España, Portugal, Andorra y el sur de Francia. Por un momento vuelve una angustia ante la incertidumbre que me recuerda a los días del covid, pero esta vez no podemos acceder a información.
Por suerte estoy en casa con Laura y con Ana, una amiga que ha venido a pasar unos días. No puedo dejar de pensar en las tres veces que he cogido hoy el ascensor. No me quiero imaginar cómo hubiera sido vivir esto encerrado dentro. Tampoco me puedo quitar de la cabeza el mal rato que debe estar pasando la gente que está sola y es dependiente. Nosotros hemos hablado, hemos jugado a juegos de mesa, hemos leído juntos, hemos salido a pasear… o sea, hemos compartido el malestar.
Una de las cosas de las que te das cuenta cuando pasa algo así, es lo lejos que estamos de todo cuando la tecnología desaparece. Vivimos con la percepción de estar cerca de la gente que queremos, pero cuando no hay forma de moverse o de comunicarse, la distancia es inmensa. También es sorprendente lo cerca que tenemos el miedo. Aquello a lo que llamamos normalidad, que por otro lado es un lujo que no valoramos lo suficiente, en realidad pende de un hilo. Bastan cuatro horas sin luz para entender que el mundo que nos rodea y que damos por real, es solamente un constructo social que aceptamos si todo va bien. Cuando algo falla, todo cambia. Y en ese nuevo escenario no conocemos nada.
Siguen pasando las horas y la luz no vuelve. Ni la luz ni internet. Pero la comunicación va encontrando grietas por donde colarse. Hablamos con los vecinos desde la terraza y sentimos cierto alivio al conectar con las personas que nos rodean. ¿Por qué hemos dejado de hacerlo cuando las cosas van bien? Hemos ido al súper de abajo y estaba a oscuras. Alumbrándonos con la linterna del móvil compramos algo para cenar esta noche. No tengo despensa en casa. La vida rápida de hoy nos hace vivir al día. Los trabajadores del súper hacen las cuentas a mano y hay que pagar en efectivo. La gente se reparte el agua y las velas que quedan. Hay una cierta calma tensa y perplejidad por parte de todo el mundo. En la cola se comenta que ha podido ser un ciberataque. Los transistores se han agotado en cuestión de minutos y la información llega en cuentagotas.
Son las diez y algunos vecinos ya tienen luz, pero en mi edificio todavía no ha vuelto. Ahora la sensación es otra, ya no parece el fin del mundo. Preparamos algo frío para cenar. Comemos a la luz de las velas y empezamos a elucubrar sobre lo que ha podido pasar. Imaginamos cosas de película como que al volver la luz e internet todos hubiéramos sido hackeados y tuviéramos las cuentas del banco vacías. Nos divertimos pensando qué pasaría si tuviéramos que empezar de cero. Y entonces, por un momento, he recordado las noches de verano en casa de mis abuelos cuando aún no existían ni internet ni los móviles, con esas largas charlas en la terraza después de cenar. ¿Cómo hubieran sido esos años si mis tíos, mis primos y mis padres hubieran estado mirando una pantalla? ¡Suerte que no fue así!
Son casi las doce y nos vamos a dormir. Sé que hoy será un día histórico y que en unos años todo el mundo recordará qué estaba haciendo el día del apagón. Para mí no ha sido muy épico, pero siento una extraña sensación de paz. No sé si mañana habrá luz, pero creo que la oscuridad de hoy ha alumbrado lo que normalmente no vemos. Ojalá el apagón nos haya encendido algo.
Y mañana, en Off the record, un podcast en el que conoceremos a la persona que hay detrás de 72 kilos, la cuenta más viral de Instagram.
Gracias, Enric.
En Valencia ese lunes era festivo. Nos pilló a toda la familia junta en el campo. Habíamos celebrado el cumpleaños de mi madre, que lleva siempre consigo un pequeño transistor.
El hecho de estar al aire libre y con todos los míos cerca, en el campo, hizo que mi perspectiva fuera totalmente diferente a las de muchas personas que no pudieron comunicarse.
Me asombre, cuando no debería haber sido así, al ver a la gente paseando, mirándose a la cara y hablando entre si. Parecia surrealista, cuando no debería. Ojalá sirva para usar menos las pantallas y más el contacto visual ✨Gracias por tan bonito escrito.