Se llamaba Noemí. Era rubia, con los ojos azules y la mirada inocente, como deberían ser todas las miradas a los doce años. Tenía un perro, del que no recuerdo el nombre, al que mi abuela siempre me obligaba a llevarle las sobras de la comida. Aquellos encuentros fugaces en los que yo llegaba con mi bicicleta BH, la tiraba al suelo en la puerta de su casa —porque así es como se aparca la bici a esa edad— y llamaba al timbre. Siempre abría ella, con el pelo suelto y una sonrisa tímida.
—Mi abuela me ha dicho que os traiga esto para el perro.
—Ah, muchas gracias.
Le entregaba una bolsa, como quien deja un paquete con droga. Sin mirarla a la cara, rápido y aséptico. Me giraba, recogía la bici del suelo y me iba. Operación comida para el perro completada. La conversación al llegar a casa de mi abuela también era siempre la misma.
—¿Le has dado eso?
—Sí.
—¿Y qué te ha dicho?
—Que gracias.
Me hacía ilusión ser el encargado de aquel ritual de los domingos a las cinco de la tarde mientras padres, tíos, abuelos y primos dormían la siesta. Cuando se levantaban, yo estaba allí, como si no hubiera pasado nada. Como si unos minutos antes no hubiera sido el dealer de unas sobras que estaban siendo engullidas por un animal en ese preciso momento.
A veces salíamos de nuestra rutina y nos cruzábamos con las bicis en la plaza del pueblo o en la piscina municipal, pero nunca nos decíamos nada. Éramos solo amigos de intercambio de comida. Algún cruce de miradas, una sonrisa rápida, pero siempre sin mediar ni una sola palabra. Tampoco hubiera sabido qué decirle.
Pero los amigos del pueblo acaban desapareciendo como por arte de magia. Hay un día en el que dejas de verlos porque dejan de ir. Y ya no te encuentras. Yo dejé de ir y supongo que ella también. Y hubo un verano en el que nuestros encuentros llegaron a su fin. Dejé de verla para siempre. Y hoy en día, veintiocho años después, todavía recuerdo cómo bajaba, con pequeños saltos, las tres escaleras de la puerta de su casa y recogía aquella bolsa.
A veces me pregunto qué habrá sido de Noemí. Cuándo murió su perro, si tiene sentido del humor o es una persona gris, quién le daría el primer beso, si fue a la universidad y cómo le irían aquellos años posteriores en los que te sientes un poco perdido. Si vivirá fuera, estará casada o tendrá hijos. Querría saber si alguna vez ha ido al pueblo, al que yo no he vuelto, y ha recordado a aquel chaval que cada domingo tiraba la bici delante de su casa, le entregaba una bolsa y se iba. Me encantaría volver a verla y recordar aquellos veranos en los que, aunque solo nos separaban dos calles, siempre estuvimos a un mundo de distancia.
Quién sabe...igual te lee, se reconoce, no se lo cree y durante días le da vueltas cada vez más convencida de que esa niña es ella...Si claro! Se dice, me llamo Noemí, de pequeña tenía el pelo largo rubio, pasaba los veranos en ese pueblo con mi familia y mi perro al que un simpático y tímido niño le traía comida en una bolsa todos los domingos y yo salía a abrirle la puerta cuando oía el ruido de su bici al dejarla caer al suelo...Y te escribe y os contáis la vida entera, os ponéis al día y acabáis siendo amigos del resto de vuestras vidas...quién sabe...
Qué monada de escena..
Noemí, manifiéstate! 🤍