La vida que de verdad vale la pena es aquella que se esconde entre pequeños momentos. Como aquellos en los que eres valiente, pero no sabes que lo estás siendo. Una vez, con diez años, tuve que entrar al quirófano y recuerdo que mientras un celador bastante simpático me montaba en un ascensor inmenso, lo último que escuché de mi madre antes de que se cerraran las puertas fue: ¡Mira qué valiente! La verdad es que en ese momento no lo entendí y seguí a mi rollo, fantaseando con ese ascensor que parecía una nave espacial. Todo me parecía divertido. Que me llevaran en camilla, que las puertas se abrieran solas y que un montón de médicos me esperasen en una habitación con mascarillas puestas. ¿Dónde estaba la valentía? Simplemente era el juego más divertido que recordaba en años.
Si hoy me tuviesen que operar, las cosas serían distintas. La diferencia es que, entre ese niño y yo, el tiempo ha interpuesto el miedo. O la consciencia, que es casi lo mismo. De hecho, puede que la consciencia esté hecha de miedos. Unos miedos que nos ayudan a sobrevivir, pero que también hacen que la vida sea un poquito más gris. Hoy no habría fascinación por el tamaño del ascensor, ni me sentiría especial por estar tumbado mientras un adulto me lleva en camilla, ni me parecería que dormirme con una mascara es una aventura alucinante. Hoy más bien rezaría para que todo fuera bien, pensaría en cuántas cosas me quedarían por hacer si me muero y, antes de caer dormido por la anestesia, me vendría a la cabeza la imagen de Michael Jackson saliendo de su casa con los pies por delante a causa del propofol.
Por eso mi madre dijo “qué valiente”, ahora lo entiendo. Porque ella como adulta, repleta de miedos, admiraba mi sonrisa inconsciente mientras me alejaba por el pasillo. Pero no nos pasa solo de niños. A veces, de repente das un portazo donde no te quieren, o te lanzas a dar un beso donde intuyes que sí. Compras ese viaje, dices que no o empiezas ese proyecto soñado. Y todo eso, pasa casi sin darte cuenta. Como cuando me subí al ascensor sin pensar que aquello fuera un acto heroico, porque no lo era. Aquello era lo normal, era no preocuparme de más, era ser plenamente consciente del presente y totalmente inconsciente del futuro. Y era, también, el acto de valentía más grande que existe. Aquello era, simplemente, vivir.
Ese miedo es hermano de la ansiedad y es hijo de la experiencia. Esa que guarda en la memoria de tu cerebro y la que te dice que ese camino ya fue andado una vez.
Me ha encantado...
A veces cuando alguien me llama valiente (normalmente por hacer algo que él o ella no se atreven a hacer), me siento como tú de niño, pensado que no es valentía, que es simplemente lo que hay que hacer y me dejo llevar. Aunque otras veces me gusta pensar que en el fondo sí soy un poquito valiente.