Cuando se le atribuye una cita a alguien, nunca sabes si ese origen es completamente cierto. Quizá fue otro quien la dijo y esa persona, simplemente, se la apropió y la popularizó. El caso es que dicen que fue el poeta y novelista Rainer Maria Rilke el que pronunció lo de: “La verdadera patria del hombre es la infancia”. Es una frase que, desde que la escuché, supe que se quedaría conmigo como cita recurrente a la que acudir de vez en cuando.
Esta semana, sin ir más lejos, la he recordado un par de veces. La primera fue mientras escuchaba un podcast en el que el invitado reflexionaba sobre porqué nunca olvidamos el teléfono fijo de la casa en la que crecimos. Podéis hacer la prueba. Son siete cifras (antes no había prefijos) que han quedado marcados a fuego en nuestra memoria. Supongo que es porque, esa especie de clave numérica, era la que daba acceso a nuestra casa. Y es que, antes se llamaba a los lugares, no a las personas.
Y la segunda vez que he pensado en ella, fue leyendo un pequeño libro de David Trueba, “Ganarse la vida”, donde explica que cuando dejaron la casa en la que creció, porque su madre ya no podía subir por las escaleras, propuso a sus hermanos hacer un museo de ese piso, en el que se explicara la historia de su familia. Evidentemente, la idea no prosperó, pero dice el autor que, aunque no haya ningún museo, para él ese piso sigue teniendo la esencia familiar.
Los pisos donde vivimos cuando éramos pequeños son el primer lugar que ocupamos en el mundo, y eso no se olvida. Las habitaciones compartidas, los pasillos largos que siempre daban miedo, la primera mudanza a una habitación propia, los peluches en la cama, la luz del flexo que iluminaba el escritorio, los pósters en la pared, el primer armario que guardaba tu ropa… Y los espacios comunes, como el sofá, con una funda que se escurría cada vez que te sentabas, o el mueble en el que se apoyaba el teléfono, y del que caía un cable en forma de espiral, que nos metíamos en la boca cuando la conversación se alargaba mucho.
Todo el mundo querría tener un museo de su casa de infancia. Y poder pasear recordando cada esquina, cada objeto y cada detalle. Porque quizá sí que dejamos algo de nuestra esencia en los lugares que habitamos. Y quizá nuestras casas de la infancia siguen manteniendo algo de esa familia que, durante una época, la convirtió en su refugio.
“Y es que, antes se llamaba a los lugares, no a las personas.”
Preciosa reflexión. Gracias.
Así es, tal cual. He vuelto al piso donde me crié y sigo buscando la hora en el reloj que ya no está, mirándome antes de salir a un espejo que habita en otra pared y colocando las llaves encima de un taquillón que, por feo, ni tuvo opción a reciclarse...
El número del teléfono que había en esta casa es la única contraseña que nunca olvido.