Hay un chiste genial que cuenta Woodie Allen, en el que dos señoras están en un restaurante y una dice:
—Vaya, aquí la comida es terrible.
Y la otra contesta:
—Sí, y además las raciones son tan pequeñas...
Dice Allen, después de contarlo, que así es como le parece a él la vida: Llena de soledad, miseria, sufrimiento, tristeza… pero, sin embargo, se acaba demasiado deprisa. Este chiste me hizo pensar en cómo vivimos la vida, con la creencia instaurada desde pequeños, de que esto va de cantidad en lugar de calidad.
Es como si estuviéramos todos en una carrera para ver quién vive más años, quién aguanta más, quién se hace más viejo. Sin pensar en las condiciones en las que vivimos esa vida. Nos han convencido de que lo importante es estar, sin plantearnos el cómo. Sobrevivir por encima de vivir.
Siempre me he preguntado si preferiría ochenta años de una vida mediocre o sesenta de una vida idílica. Nos han educado para apegarnos a todo. Y a la vida a lo que más. A no salir del videojuego, que no se acabe. Alargar la película todo lo que se pueda, pero nadie nos ha dicho que esto tiene que valer la pena, que nos tiene que compensar. Los años, los meses o los días que nos quedan, deberíamos vivirlos con el convencimiento de que estamos teniendo una vida que, si se terminara hoy, sería la mejor vida que podíamos estar viviendo.
Es fácil decirlo, lo complicado es cómo averiguar si estamos en la mejor versión de nuestras vidas. Y eso me hace pensar en la conversación que tuve con uno de los invitados del podcast Vidas Contadas, al que le pregunté algo tan complicado como en qué consiste la felicidad y me respondió una frase que ya me acompañará para siempre:
“La felicidad es no querer estar en ningún otro lugar”.
Racionalmente siempre escogeríamos mejor en lugar de más pero el día a día nos supera y los acontecimientos pasan tan rápido que muchas veces nos es muy complicado ponerle todo el cariño y la intención a lo que hacemos.
Creo que lo queremos todo. Mejor y más, siempre más.
Mejor y que no termine tan pronto.
Muchas gracias Enric.
Qué cierto! Pero con la pandemia observé algo que me pareció que explicaba un poco este dilema. Por lo general, las personas que tenían una vida más insatisfactoria, que no estaban haciendo lo que querían hacer, tenían más miedo a morir. Quizá porque aún estaban esperando que la vida llegara para ellas, y por eso el covid era tan terrorífico. Aquellas que estaban a gusto con su vida, en su mejor versión y en paz, eran las que menos preocupadas estaban por el virus. Esto lo observé al menos en mi entorno y me pareció que encajaba con la dinámica a nivel global