En esta edición (hoy nocturna) de la newsletter, me apetece mucho compartiros algún relato de mi libro: Mentiras en honor a la verdad. Y ya que este fin de semana he estado con mi familia, he pensado en poner: La de aquel verano en la ciudad.
Era verano. De esos veranos en los que ya no eres tan niño como para no aburrirte, pero tampoco tan mayor como para hacer tus propios planes. De esos veranos en los que empiezas a intuir que vendrán veranos mejores.
Salí a tomar un helado con mi madre y de camino a la heladería ella se iba parando en todas las tiendas. Una de ropa, la carnicería y hasta en una mercería donde siempre curioseaba con la dependienta sobre materiales de costura que luego nunca utilizaba en casa.
Cuando mi madre entraba en una tienda yo siempre la esperaba fuera. Era el primer acto de independencia que me permitía. Ella y yo a mi mismo. Me quedaba solo en la calle, observando a la gente. Veía a aquellas personas que no conocía de nada pasar por delante de mí y jugaba a adivinar si se nos cruzarían las miradas. Yo les clavaba los ojos y esperaba. Si lo notaban y me devolvían la mirada yo ganaba. Pobres, cuántos perdieron sin saberlo en mi juego absurdo. Si iban dos y uno de ellos me miraba más de 3 segundos era como si me hubieran mirado los dos y ganaba más puntos. Las normas las ponía yo, al fin y al cabo era mi juego. Y no tenían ningún sentido, como la mayoría de cosas en la vida.
Cuando por fin llegamos a la heladería mi madre se desmayó. Cayó a plomo. Sin decir nada. Creo recordar que hasta con cierto estilo. Sin soltar el bolso, como escurriéndose. Hacía mucho calor. Todas las personas que había en la tienda se acercaron a ayudarla mientras yo sentía inmóvil como me soltaba la mano lentamente. Recuerdo que en ese momento me sentí más solo que nunca. Creo que en ese instante aprendí lo que era la soledad. Pero se lo perdoné porque esa fue la forma más bonita que encontró mi madre de decirme que iba a tener un hermano. Aunque nunca lo llegara a conocer.
Cuando eres pequeño la gente no te explica las cosas, sólo te da órdenes que da por sentado que vas a cumplir. Así que el dueño de la heladería me puso la mano en el hombro y me señaló una silla para que me sentara allí mientras mi madre se recuperaba. Obedecí. Tenía 11 años y estaba lo más asustado que se puede estar con 11 años. Todo a mi alrededor parecía irreal. Aún hoy lo recuerdo como una película. Mi madre se recuperó y lo primero que hizo fue preguntar por mí. La tranquilizaron mostrándole que estaba sentado a sólo unos metros. Me puse a llorar. No sé si de miedo, por el susto o porque necesitaba que mi madre volviera a su rol de madre y acudiera a calmarme. La levantaron lentamente y vino andando hacia mí. Nunca olvidaré ese abrazo. Ni esa heladería. Ni el helado que no nos tomamos. Y jamás volví a jugar al juego de las miradas en la calle. No sé porqué. Supongo que por si volvía a pasarle algo a mi madre. Por si de algún modo había tenido alguna relación y yo podía evitarlo. Desde entonces, cuando alguien me mira por la calle le sonrío, para que, por si acaso está jugando, sepa que lo dejo ganar.
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Gracias por leerme.
Gracias Enric, muchas gracias. Precioso texto
Guau. He llorado leyéndote. Estoy en proceso de "desuscribirme" de casi todas las newsletters que sigo, pero me quedo con la tuya. Gracias por la valentía de escribir este relato.