Admiración.

El otro día, hablando con una amiga, me decía lo mucho que echaba de menos a su abuela. ¡Ay, los abuelos! Un abuelo es como un padre sin la presión de ser padre. El abuelo enseña más por el ejemplo que da que por las órdenes que impone.

Y precisamente me decía mi amiga que, cuando era pequeña, admiraba profundamente a su abuela. Que cuando la veía andar por el pueblo con esa seguridad, saludando a todo el mundo, pensaba: "Qué bien, es mi abuela”. De los abuelos solemos destacar su ternura, su determinación, su inocencia cuando ya están muy mayores, su espontaneidad, su sencillez, su bondad… Eso es lo que admiramos de nuestros abuelos y es curioso que sean las mismas cosas que luego escondemos de nosotros mismos.

Queremos mostrarnos al mundo como: expertos, seguros, perfectos, distantes. Y lo peor de todo es que creemos que eso es lo que va a causar algún tipo de admiración en alguien. Intentamos esconder que somos humanos para impresionar a otros seres humanos. No damos cabida al error, a la duda, a la fragilidad. Nos enseñan que hay que ser el primero, el mejor y el más fuerte. Pero en realidad queremos a las personas que nos cuidan, que nos enseñan sus puntos débiles y que viven haciendo la vida mejor a los demás.

Los abuelos son sabios porque cuando los conocemos ya han pasado por la etapa absurda en la que intentamos impresionar y ya están en la de mostrarse como son. Quizá no haga falta tener nietos para soltarnos un poco y empezar a darnos cuenta de que cuando nos vayamos nadie recordará lo que conseguimos, sino cómo éramos cuando estábamos con ellos. Supongo que eso es dejar huella, nunca irse del todo porque sigues viviendo en el recuerdo de la gente a la que hiciste feliz.